LA PESADILLA Y EL NUDO EN EL ZAPATO

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La puerta se abrió en la oscuridad de la media noche y el niño vio y sintió como era arrancado de su lecho, extrañamente y sin decir palabra rayando la desesperación y con el corazón a punto de estallar contempló a esa sombra llevándolo y cruzando el umbral de la puerta de su habitación.

Fue la primera pesadilla que tuvo a sus tiernos cinco años, sin embargo el miedo no lo doblegó, contaba para ello con una voluntad de hierro, forjada en su irascible genio de escorpiano, en sus largos silencios de castigo por las travesuras realizadas. No se iba a dejar atemorizar por una sombra nocturna.

A la mañana siguiente, le contó a su mamá, la pesadilla, pero ella ocupada en sus mil quehaceres, ni siquiera le puso atención. Jugó durante todo el día, intentando olvidar lo que le pasó la noche anterior. Había escuchado cuentos sobre duendes que se llevan a los niños, de animales nocturnos que cruzaban los caminos y otras historias más.

La sombra de la noche, empezó a cubrir el cielo gris de la ciudad solariega y Javier, distraído en sus juegos, ya saltando por el corredor o invadiendo el corral de la casa, con sable en mano, libraba mil batallas en las que solitario ganaba a todos sus enemigos imaginarios. El tío José le enseñó a hacer sus espadas con papel periódico, enrollándolo como un delgado tubo y doblando uno de los extremos haciendo una suerte de empuñadura.

Después de cenar a las 9 de la noche, recibió la orden de irse a dormir. Se dirigió silencioso a su cuarto, no quiso apagar la luz por miedo a que se repita la pesadilla. Al intentar sacarse los zapatos, se le enredó un pasador y por más que quiso e intentó no pudo deshacer el nudo. El sueño y el cansancio lo vencían, sin embargo, el no quería dormir, tenía dos razones poderosas el miedo a la pesadilla y ese bendito nudo en su zapato. Sentado al pie de la cama, sacó de la mesa de noche el cepillo de lustrar y cegado por la rabia y el miedo empezó a golpearse los ojos y la boca.

Así, lo encontró su mamá, lo regaño, lo acostó en su cama y se sentó a su lado sin decirle nada más.

Al día siguiente, durante el desayuno y con ánimo sonriente su mamá le preguntó:

Oye, Javiercito, cuéntame porque te golpeabas la boca y los ojos anoche.

Ya más tranquilo, Javier respondió sobre el acto

- En la boca para no llorar.

- Y en los ojos? Replicó la mamá.

Para no dormir. Dijo muy suelto el pequeñín, y sonrió.